Hoy os traigo una realidad que muchas personas ignoran, que otras no ven, algunas se atreven a criticar sin conocer y casi todas juzgan: mi trabajo, el ser educadora en un CRAE (Centro Residencial de Acción Educativa) o como muchxs lo conocen, un centro de menores tutelados por el estado, o centros residenciales de protección a la infancia.
Hace tiempo que tengo claro que tan sólo al nacer jugamos nuestras primeras cartas del azar, caer en unos brazos que nos abracen tan fuerte que asfixien o en unos brazos que nunca nos tocarán ni estimularan. Una de las muchas casualidades que nos dan fortuna, cómo el nacer aquí, allí o en la luna.
Nacemos indefensos, dependientes y sensibles, pero no todos los progenitores están preparados para asumir sus responsabilidades como padres y madres, y no todos ellos tienen una red sólida de personas de seguridad a la que cogerse en éste arduo proceso que es la crianza de un ser humano.

Cuándo esto falla, por los motivos que sean y que aquí no nos importan, y se detecta (¡asunto nada fácil!), los servicios profesionales intervienen. Un grupo de psicólogos, médicos, pedagogos, trabajadores sociales y educadores analizan el caso y sus posibilidades, las mejores opciones para el futuro del niño o niña y para su crecimiento. Primero se intenta que pueda quedarse con algún miembro de la familia extensa (tíxs, hermanxs, abuelxs, etc.), pero si esto falla se debe recurrir a los sistemas de protección que des de el sistema existen: las familias de acogida, los centros de acogida y los centros residenciales de larga estada.
En éstos últimos es dónde estoy trabajando. Son lugares cargados de estigmas, en los que los niños y niñas que viven en ellos son señalados y juzgados por la ignorancia, pensando que habrán hecho algo para estar allí. Sí, hicieron algo, nacer entre una serie de casualidades que les desprotegieron, que les hizo vivir situaciones de riesgo y les llevaron a entrar en una institución de protección y cura. Pero ellxs no son culpables de nada, y quizás sus padres y madres tampoco, sólo son víctimas de un sistema que repela, que compite y que lleva en sí mismo unos rasgos de exclusión y marginalidad que le mantiene con vida.
Así pues, mi trabajo consiste en educar, cuidar y compartir parte de mi vida con un grupo de niñxs y jóvenes, convirtiéndome en una figura sustitutiva de la que realmente debería tener sus funciones de cura y guarda. Me encuentro que a diario voy a pasar mis horas con ellxs, los voy a buscar al cole, les llevo a las extraescolares, hacemos los deberes, preparamos las maletas para el día siguiente, hacemos la cama y limpiamos la habitación, merendamos y cenamos juntos… en definitiva, aunque no lo quiera pasan a ser parte de mi vida y yo de la suya.
Pero no todo es tan fácil. Conviven muchas personas en un mismo lugar, cada cuál con su historia y sus vivencias, sus miedos, dolores y penas; y se juntan todas ellas en un sólo espacio que debería ser de seguridad pero que a menudo se convierte en un espacio de miedo, gritos y peleas, un espacio de desprotección al menor.

Y es que cada vez soy más crítica y pienso que algo en este sistema no funciona, algo no está en el lugar dónde debería estar. Quizás sea la falta de profesionales, o unas ratios muy elevadas, que permiten cubrir lo visible pero no lo que se cuece en el interior; quizás sean unos horarios que poco te permiten compaginar con una vida personal llena, hecho que hace que las personas se quemen y dejen el trabajo a menudo, creando un constante duelo en la vida de estos niños y niñas por las incesantes despedidas y abandonos que sufren. Quizás sea que somos un parche al problema real, a un problema social mucho más grande que lo que cubrimos; que sólo importa lo que les suceda a estas personas hasta los 18 años, después ya son mayores de edad y no dependen del gobierno, así que si fracasan o tienen éxito ya no es cosa de las élites dominantes. Quizás será que no somos referentes por mucho que lo intentemos, que la fuerza del igual es mayor que la del profesional; o quizás que hay demasiadas normas que en lugar de normalizar su situación la agravan y la convierten en algo más traumatizante y doloroso.
No es fácil convivir con tanta duda, trabajar con tantas inquietudes y buscar la coherencia en cada acción. No es fácil recibir lo que recibimos a diario los educadorxs de estos centros, y no, no trato de victimizarnos, al fin y al cabo hemos decidido nosotrxs dedicarnos a ésto y recibimos un sueldo para hacerlo, pero sí que pienso que se nos valora muy, muy poco; y que los recursos que se dedican a éstos espacios son demasiado bajos.
Resumiendo, hago este post porque creo en la necesidad de cambiar la mirada hacia estas realidades desconocidas. Dejemos de ver a estas personas con pena o miedo, llenémosles de posibilidades, de virtud, de saber y de opción, dejemos de estigmatizar al otro y vamos a verlo con los ojos abiertos a su emoción y sentir, escuchemos lo que nos tienen por contar y brindemos la mano si lo necesitan.
Vivimos en un mundo demasiado irracional y loco para encontrar respuestas a todo, pero en nosotrxs reside la decisión de hacer de él un lugar más bello, mejor, sin estereotipos ni dedos que señalen y apunten. Normalicemos lo que consideramos extraño y dejemos la culpa para otras vidas, aquí ya hay dolor suficiente para agravarlo. Debemos abrir los ojos a estas realidades y ser conscientes de su existencia, para poder exigir unos recursos reales y exitosos, para dejar la queja que es inmovilidad por la acción, para crear una sociedad que eduque en el amor, en la igualdad y la aceptación.
Y dicho ésto, gracias por leerme y acompañarme en este viaje de sensaciones.
Judit.

PD: la útlima foto es de cuando yo era pequeña, porqué si algo he aprendido es que por mucha carrera que haya hecho, y mucho que haya estudiado, lo que me enseñaron, la educación que me dieron y la forma en que me criaron es algo que copio, perpetuo y me sirve de referencia en este trabajo.
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