Todo empezó entre paseos y bromas, no sé ni la edad exacta, debería rondar los 14 o los 16. Era divertido sentir que las calles de Barcelona eran nuestras, pero sólo durante ese espacio temporal que transcurre tras los deberes y estudiar, y antes de las clases de danza. En esos ratos libres solíamos quedar y pasear, parar en algún bar a tomar algo o simplemente sentarnos en algún banco o parque y hablar. Hablábamos tanto que se nos iba la voz, decíamos tantas tonterías que la risa era constante y estábamos tan despreocupadas por cosas importantes y tan preocupadas por sutilezas que nos veíamos medio ridículas a nosotras mismas.
Recuerdo ese día perfectamente, aunque me cueste ubicarlo temporalmente. El otoño se había posado en la ciudad y a ninguna hora ya era oscuro, hacía uno de esos primeros fríos, que calan y penetran y paseábamos abrigadas por las risas. Éramos dos, entre nuestros pasos parábamos mirando los escaparates de varias tiendas, una tras otra. Casi podríamos decir que dejábamos pasar el tiempo ante nosotras, como si detrás de los cristales se escondieran grandes verdades que no nos pertenecían.
Fue en la sexta o séptima tienda cuando a través de un espejo me fijé. Vi su mirada, penetrante, fuerte, violenta, presente. No quise darle más importancia y seguí a lo mío, pero estaba segura de que me estaba observando a mí, como si fuera parte más del escaparate. Seguimos andando hasta entrar en una tienda dónde compramos merienda y, al salir, él estaba ahí fuera, de pie, con sus ojos azules puestos en mí, sin ninguna intención de disimular el interés que yo le despertaba, con una mirada interrogante, burladora, irónica, una mirada que me dio miedo. Sí, miedo. ¿Sabes cuándo notas en alguien la provocación, la intención de acusarte, aunque sea con su presencia, de generarte algún estímulo de mal estar, de ver en unos ojos malicia? Pues así fue el intercambio de miradas.

En ese momento, disimuladamente le dije a mi compañera que creía que ese hombre nos estaba siguiendo, así que ella me propuso entrar en alguna tienda para ver qué hacía. Así lo hicimos, y de nuevo al salir, su mirada allí. Fija, siendo consciente que lo estaba viendo y que estaba entendiendo que nos estaba siguiendo, y con ese poder… sonrío. Una sonrisa que se me clavó. Aparté la mirada, no podía sostenérsela y mi corazón empezó a acelerarse, mi voz interior me decía “corre” pero mi cuerpo se paralizó.
Mi amiga me cogió la mano y recuerdo que me dijo, te está mirando sólo a ti, a mí ni me ve. Y me llevó a un bar cercano dónde le dijo a una de las dependientas lo que nos estaba sucediendo, que había un hombre alto, corpulento y de unos treinta largos años que nos estaba persiguiendo. Nos dijo que saldría a ver si le veía y que si estaba ahí llamaríamos a la policía.
Ella entró con una sonrisa en la cara, cargada de paz, de tranquilidad, justo lo que necesitábamos en ese momento, y nos dijo que estuviéramos tranquilas porque ya no había nadie que se pareciera a quién le habíamos descrito, y que si queríamos tomar algo ella nos invitaba. Rehusamos la oferta porque teníamos que ir a la sesión de danza, pero recuerdo sentirme entre aliviada y agradecida, y asustada y frágil.
Quizás dirás que esto es una tontería, pero no fue así. El miedo que sentí fue aterrador, la sensación de peligro que vibró en mi piel fue espeluznante y el sentirme frágil arrollador.
Y además, no terminó aquí.
Días después empecé a ver a este hombre. Supongo que para él fue fácil encontrarme, ya que entre semana me movía siempre por los mismos lugares, las mismas calles y los mismos recorridos. Saber qué espacios frecuentaba no le llevó más de dos semanas, momento en que le volví a ver.

Sus ojos, clavados en los míos, una media sonrisa que escondía una sensación de poder y autoridad… de nuevo el escalofrío a través de todo mi cuerpo que me hizo temblar. ¡Correr… correr… correr! Esa fue mi reacción, y así empezaron nuestras persecuciones.
Las primeras veces que lo vi creí que era la casualidad la que hacía que nos encontráramos. No podía mantener mi mirada en él y siempre que notaba su presencia me alteraba. Si iba sola aceleraba el paso, cambiaba de rumbo y hasta echaba a correr hacia ningún lugar concreto.
Fue una tarde al salir del Instituto y encontrarme sus ojos entre la muchedumbre de la gente cuando entendí que no era casualidad. En ese momento me puse muy nerviosa y le conté lo que estaba sucediendo a un compañero. Se asustó como yo y nos fuimos rumbo a casa corriendo.
Esa situación se repitió varias veces, así que conté la situación a los de casa pero de una forma como si se tratara de una casualidad porque me daba vergüenza expresarlo con la intensidad y el miedo con que lo vivía yo, así que siempre lo dije como por alto, dejándolo al aire y casi medio riendo… así que, ¿cómo iban a pensar que realmente era grave?
Un día cuando tras una clase de danza miré por la ventana a la calle le vi allí. Esperando, tranquilo y seguro. Silencioso, con la mirada fija a la puerta que me tenía que hacer salir. Entré en pánico. Lloré y muy nerviosa se lo conté a mi profesora. Al mirar por la ventana se estremeció y me contó que ese hombre había venido a pedir información para poderse apuntar a clases de danza a lo que ella le contestó que no había grupo para adultos. Miedo, mucho miedo sentí. Llamamos a mi casa y fijaros como es la mente que no soy capaz de recordar que sucedió. No sé si me vinieron a buscar, si esperé a que se fuera o si me acompañó alguien a casa.
Tras esto, le volví a ver alguna vez más. Algún día me encaré a él, a través de la distancia le grité que me dejara, que se fuera, gritos que se perdían en el aire mientras mis piernas empezaban a correr.

No sé qué es lo que hizo que esta historia finalizara. Sucedió. Estábamos celebrando el cumpleaños de una amiga, comiendo en un kebab cuando él regresó y se sentó a la mesa de al lado, justo delante de mí. No pude más y les conté lo que me sucedía a mis compañeros, en voz alta, rompiendo el silencio en el que me había sumergido y mi amiga llamó a su padre.
Él vino y me encontró muy nerviosa, me preguntó quién era el que me perseguía y se fue directo a él. Le habló alto y claro, le amenazó y creo recordar que hasta intentó fotografiarlo. Eso es lo que mi mente recuerda y no sé hasta qué punto es real o no. Lo que sé es que ese encuentro tuvo sus frutos, la mirada de ese hombre DESAPARECIÓ.
Desapareció el miedo, el terror, la intriga, el suspense, la inseguridad, la sensación de pequeñez que me había generado, y de una forma natural mi mente apartó esta existencia, la quiso borrar, eliminar y me hizo dudar de su veracidad. Hoy sé que es real, que lo que sucedió es que sabiamente mi cuerpo decidió liberarse del miedo y que ahora, años después y más fuerte y liberada, puede volver a mí, porque ya soy capaz de sostenerla.
Ahora, con perspectiva, creo que para ese hombre dejó de ser divertido este juego porque yo me planté, mostré mis emociones y mis miedos al mundo y en cierta forma me alcé y me hice fuerte, poniendo yo el control descontrolado de esa situación. La diversión y el morbo de estar teniendo el control de mi miedo se evaporó y quizás por eso dejara sus persecuciones.
Sabes, las peores historias de miedo no son las que vemos en televisión, a veces, la condición de mujeres nos pone en un auténtico túnel del terror, y de nuevo, queridos míos, eso es fruto del machismo.
Tú, hombre, no tienes más autoridad que yo para decidir hacerme tener miedo; tú, hombre, no eres superior a mí para escoger que ocupas mi espacio; tú, hombre, no tienes que liderar con tu ansia de superioridad a través de poner en riesgo a otra persona; tú, hombre, tienes una falta de empatía gigante si te comportas así. Tú, hombre, ponte en nuestro lugar y empieza a cambiar la forma que tienes de relacionarte; tú, hombre, empieza a EDUCAR(TE).
Y así, es como una nueva experiencia se posa en mi cuerpo y mi mente creando a una feminista. Porque feminista no se nace, una feminista se hace.
PD: pido perdón por la redacción, quizás no es tan clara como me gustaría pero al revivir ese momento siento como si mi corazón se acelerase de nuevo y me cuesta encontrar palabras.
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