Querida creatividad, tenemos que hablar.
Te conocí, amada amiga, en mi cuna. Te veía moverte a través de unos ojos puros que no conocían más que lo que estaban observando por vez primera. En esos días todo era mágico, increíble, curioso y cualquier estallido de luz despertaba en mí un interés desbordante. Todo ruido era melodía, las imágenes eran cuentos y los movimientos, danza. Estabas y eras presente, ocupabas cualquier lugar.
Fui creciendo y empecé a ir al colegio dónde no había demasiado espacio para ti, aunque me acompañaras cogida de la mano. Recuerdo unas órdenes que decían “tenéis que pintar de color rojo el círculo, de color verde el cuadrado y sobretodo no os podéis pasar de la línea”, y allí fue cuándo te solté la mano y empecé a dejarte lejos, muy lejos, para cumplir con las órdenes que se me pedían, y es que siempre he sido muy obediente. Pero, ¿por qué no te resististe a partir?.
Me hicieron creer que en una asignatura que se llamaba visual y plástica tú tenías cabida, que nos guiarías y que podríamos dejarte pasar, y mis ojos se llenaban de ilusión cada vez que llegaba la hora semanal dónde podía estar contigo, hasta que me daba de bruces con la realidad. Una realidad distinta, en la que sólo nos permitían imitar, copiar y reproducir unas normas preescritas. Según la capacidad de adaptación a esas normas que tuvieras puntuaban tu trabajo, valorando si el resultado era válido para sus mentes cuadradas o no.
Fue en esos años tan importantes y definitorios cuando te empecé a juzgar. Te miraba y no sabía dónde encontrarte, te entendía equívocamente como a un resultado, no como a un proceso, y sentía que en mí dejabas mucho que desear, que me habías abandonado. Sí, aprendí a valorar mis trabajos con la óptica de los adultos que me rodeaban, y si en algún momento te quejaste, supe silenciarte. En definitiva, decidí adaptarme a las normas impuestas, y cada vez te fui enterrando más y más.
Sólo en algunos lugares podía darte rienda suelta: en la protección de las paredes de mi habitación moviéndome a través de la música, en mi libreta de escritos que nadie podía leer o en mi mente cargada de sueños que volaba alto.
Y en esta mente inquieta pasó algo. Viste la oportunidad de volver, de recordarme tu existencia, de decirme que aunque escondida, enterrada y silenciada estabas aquí. Querías que te dejara salir, aunque no supiera como hacerlo, necesitabas decirme palabras sabias que me abrieran los ojos y me permitieran volverte a entender. Y te escuché, te sentí y te quise destapar y ver.
Y hoy estoy aquí, para pedirte perdón. Perdón por haber funcionado tantos años sin ti, por haberte dejado casi morir, por no entender que tú eres mucho más que lo que resultas de mí, que eres una forma de estar y de vivir.
Hoy te digo que quiero coger caminos distintos, probar de andar al revés, saltar con un sólo pie y sentir que vuelo sin alas. Que me atrevo a pintar lo que no sé, a decir lo que no veo y a cantar la melodía que me inventaré. Que quiero disfrutarte en tu totalidad, del itinerario que me brindas, sin importar dónde va a llegar. Quiero desnudarte y reconocerte en cada poro de mi piel, en cada fase de mi vida y en cualquier problema o situación en la que esté.
Has estado gritándome largo tiempo pero no te quería escuchar,
y ahora que te oigo lo puedo afirmar,
no eres la dueña de mis resultados, sino de mi andar.
Gracias por estar presente, creatividad.
Judit.
PD: En enero me propuse vivir con la curiosidad por lema y la creatividad por bandera, y eso voy a tratar de hacer, no analizando mis resultados sino haciendo las cosas des de miradas y vías distintas. ¿Qué difícil parece, no?
Os dejo un par de cartas más que escribí a la rutina, al tiempo, y al presente.
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