Somos seres vulnerables educados para disimular nuestra fragilidad. La llevamos con nosotros mismos pero escondida, sin darle espacios a surgir, vivir y mostrarse, como si cargada de vergüenza nos hiciera sonrojar.
Pero llega un momento en que la fragilidad estalla, oyes un pedacito de ti romperse y ya no hay vuelta atrás. Tu yo se desmorona y quedas hecha trozos tan absurdamente pequeños que parece imposible que te puedas recomponer.

Pero tras días dándote vueltas y buscándote entre tanta pieza perdida te aceptas. Sí, te reconoces así, a pedazos, inacabada e insatisfecha, incontrolable y desecha. En una fracción de ti recuerdas eso que ya no está, en otra ves eso que ya se fue, en la de más allá encuentras las dudas, y en la otra punta de este templo, ahora despoblado, el miedo.
Así, tiritando, empiezas también a coger los fragmentos de tu vida y los vuelves a mirar, tomas tus virtudes y fortalezas y las conviertes en adjetivos que te hagan sentirte tú, agarras tus descalificaciones propias y subjetivas y les das un lugar secundario, de hecho su auténtico lugar.
Una vez aceptas que este frágil equilibrio que te mantenía entera era una falsa ilusión, comienza la reconstrucción del yo. Y inspiras todo lo que deseas, expiras lo que ya no tiene cabida en ti, inhalas tus decisiones y exhalas tus miedos. Y así, entre respiración y respiración vas poniendo orden a este caos que en ti siempre va estar.

Y de golpe y sin saber porqué aparece a tus ojos esa niña que algún día fuiste, y te pregunta: ¿Por qué no te has atrevido antes a ser feliz? ¿Por qué dejaste de luchar por tus sueños? ¡¿Por qué dejaste de soñar?!
Y aunque estallas en llantos desconsolados y sin freno, te das cuenta que es en ese mar de lágrimas dónde todo tiene cabida, dónde tus sueños tienen lugar y dónde empieza tu cura de felicidad, de bienestar.
Y así, tras verte a través de tus ojos de niña, aceptando el camino que te llevó hasta dónde estás hoy, te quieres y te sabes vulnerable, y esa se convierte en tu mayor fortaleza.
Tu fragilidad, de pronto, te hace fuerte.
Judit.
PD: este texto lo escribí el domingo, tras salir del taller de Nita, una práctica de yoga en la que me permití romper a llorar varias veces, sin miedo ni tapujos, sin sentirme ni juzgada ni amenazada ante mi debilidad. A veces las emociones estallan, y las debemos dejar ir. Así que gracias Nita de corazón, por guiarme de vuelta a mi auténtica maestra, mi yo, vuela alto!
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