Creo que sé identificar el día más triste y doloroso de mi vida. Fue el pasado 30 de octubre, cuando una llamada suposo romperme en mil pedazos.
Esperábamos la vida y llegó la muerte. Una muerte que estaba dentro del cuerpo de mi hermana y a la cuál debía dar a luz. Me pareció la crueldad más feroz que podía acontecerle a una mujer, a una madre, tras 9 meses de gestación y de ilusión. ¿Cómo podía ser que la vida que creía sabia le hiciera pasar por eso? Le habría cambiado el lugar sin pensármelo siquiera. Porque si yo sentía ese dolor, si yo me había roto de ese modo, ¿cómo debía estar ella?
Y así fue cómo al recibir la noticia en voz de mi madre me sentí morir, un poco. Gritos, llantos, golpes, quejidos… estar fuera de mí cómo nunca he estado. Me miro ahora con esa reacción y me doy vergüenza, no me reconozo en ella, pero así fue, desgarradora, desde lo más profundo de mi ser me sentí romper.
Cogimos el coche hasta casa de mi hermana para poder verla, y verles, antes de que se fueran al hospital para dar a luz a su hija, a mi sobrina. Recuerdo marearme al acercarme a su casa, sentir un dolor tan punzante que hacía que el aire no me llegara a los pulmones. Y ahí estaban ellos. Y los vi, valientes y rotos, vulnerables y fuertes, más humanos que nunca, y más poderosos que cualquier humano.

Lo que vino después es la más pura valentía que he visto hasta día de hoy. Mi hermana hecha Diosa. Dando a luz en plena oscuridad, abrazando el dolor y a la muerte y mirándola a la cara. Su hija, su preciosa hija que tuve la suerte de ver, tocar y a quién le pude sonreír. Su preciosa hija que vino al mundo a enseñarnos tantas cosas que aún no sé ni cómo explicar, porque me faltan las palabras.
Y tras ésto acompañar, y sentirte absolutamente perdida en esta pista de baile que se presentaba nueva, sin saber muy bien qué hacer. Y entre las luces se dejaba ver ella, la tristeza, más grande que nunca, más presente que siempre. Una tristeza que arrancó todos los duelos que no se habían cerrado. Y es que a la tristeza debes darle la mano y aceptarle el baile. Dejas que te coja y te abrace el cuerpo entero y te entregas a su danza, sin rechistar, sin poner resistencias. Si no lo haces cada vez que suenen ciertos acordes aparecerá, hasta que solo quede ella en la pista de baile de tu vida, y lo invada todo. Así, que báilala, vívela, dale espacio antes de que ella te lo quite.
Aprender a vivir la tristeza, menudo viaje y aprendizaje. También el dolor, la rabia y la impotencia, pero sobretodo la tristeza. Y aprender (o intentarlo) a acompañarla, sin tener muy claro cómo hacerlo. Abrazar, pero sin ahogar; preguntar pero sin ser pesada; estar pero sin invadir. E ir dejando espacio poco a poco, ¿voy demasiado rápido? ¿me he alejado demasiado? Y no saber muy bien cómo hacerlo, pero hacerlo cómo crees que sabes, con total amor y devoción. Y quizás algún día me creeré que con esto es suficiente.

Desde ese día hay algo en mí distinto, que me cuesta de explicar. Hay un profundo agradecimiento que nace de las entrañas. Pero también una verdadera necesidad de vivirlo TODO sin maquillajes ni máscaras, entregándome completametne. Atravesar el dolor con dolor, vivir la tristeza con tristeza, ahúllar la rabia con rabia, gozar el goce, y reír la alegría, y llorar el llanto. Vivirlo todo con amor. Porque igual que ese 30 de octubre se despertó una tristeza inherente en mí, que no sé si es mía, tuya, nuestra o vuestra, pero que sé que a días me acompaña, también se desató el amor más grande, el amor más vital y real que he sentido jamás.
Y así es como hoy decido vivir. A corazón abierto. Porque la vida es muy corta, pero ancha y profunda. Bendito el día que me enseñaste a experienciar todas sus dimensiones, Juna.
Gracias Juna por tu regalo,
gracias Raquel,
gracias vida por tanta vida a la vida.
Con amor,
Judit.
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